La pintura, desde que algunos seres cogieron tierra coloreada para dibujar sobre unas
rocas, ha recorrido un largo camino hasta nuestros días. Y nosotros, en nuestro lógico empeño de realizar, clasificar e historiar, hemos arrojado sobre ella demasiadas cargas. Pintura social,
burguesa, popular, revolucionaria, minoritaria, pintura barroca… Ya que estos adjetivos se refieren a cosas que le ocurren en nuestro mundo, que parecen desviarla de su verdadera
naturaleza.
La pintura, parece surgir desde el asombro y la conmoción que la naturaleza y el mundo
produce en nosotros. No representando, copiando o imitando la realidad, sino siendo, ella misma, otra realidad. Y debe de ir cumpliéndose en nosotros, en nosotros mismos, sin estas cargas tan
pesadas que suceden fuera de ese primer “acto único”, carnal y humano que brota en soledad y silencio.
Cuando conocí a Alejandro disertábamos sobre asuntos pictóricos y él manifestaba, no sin
un leve gesto de dolor, su incomprensión ante el empeño de muchos pintores contemporáneos por ser originales, modernos y diferentes, cuando a él mirar la realidad y tratar de pintarla como la
percibe y la siente, ya le supone un gran esfuerzo que ocupa todo su tiempo. Claro que los historiadores, los críticos y los estetas, parecen sólo atender a esa función de la pintura en su
contacto con nuestro mundo. Pero Alejandro, con este sentimiento tan primero, tan sencillo, tan claro, la va cumpliendo poco a poco, sin prisas, sin desviarse de su esencia.
Antonio Vera Mahedero, Moncada, 2003
(Pintor)